jueves, 19 de marzo de 2009

Así fue la presentación del Monosaurio y sus pericotes





Llevado a cabo el 16 de enero de 2009.

Monosaurio y sus pericotes (prueba)

El cuento infantil -aunque no por ello solo para niños- musicalizado por el Monosaurio y sus pericotes se presentará el 16 de enero a las 10 p.m.
Cover: S/. 6

Bar libre

Ahora muchos son ingenieros... pero yo aún sigo cantando. (Los Enanitos Verdes)

Desde que nuestros nómadas ancestros se reunían alrededor del fuego y creaban ritmos sonoros a través de la percusión y de los vientos, no hemos cambiado mucho, compañeros. Si de música se trata, el homo sapiens sigue creándola tan apasionado como en ese entonces, ya sea para convocar el favor de los espíritus, en la celebración y ritual de seducción o como acto propiciatorio de intensas emociones. Compone, toca, canta y danza en el conservatorio, encerrado en su cuarto, en los conciertos, en la pista de baile y en el templo, pero también -¿y cómo no?- en el ámbito profano de los bares.

Delfín Garay sabe de ello. Más que un negocio, su bar es un club abierto. Dos pisos: una barra en el de abajo y mesas frente a un escenario arriba. Un reloj marca la hora que tú quieras y una vela se convierte en lo que es, solamente cera consumiéndose sobre la amalgama de otras mil.

En la década del 70 se inauguró este bar para acoger a las efervescentes pléyades rockeras. Sus parroquianos, los de antes y los de siempre, aseguran que por ahí han pasado a tomarse unos tragos nictálopes tan célebres y diversos como Joaquín Sabina y Julio Ramón Ribeyro.

En claro homenaje a The Beatles, durante muchos años el lugar se llamó El Sargento Pimienta; ahora el nombre es lo de menos. Al igual que los rockeros, los viejos bares nunca mueren. Con una pequeña ayuda de sus amigos, el cuzqueño Delfín Garay, músico que como tal empezó en el mismo local, se animó a reabrir las puertas de este templo del rock hace año y medio, cargado con respetables treinta años de tradición. Como siempre en la calle San Martín de Miraflores sigue siendo lugar de peregrinaje para corazones solitarios y espíritus libres.

Libre, libre, libre sin nadie que joda atrás.

El pata que suena en las radios cobija su guitarra. Todos lo escuchan: el barman cuzqueño que interpretaba el Poco a poco a ritmo de rock, el batero que anhela su trimestre sabático después de una esforzada década de chamba, la grácil traductora ponja y su novio germano, dos oficinistas que se aflojan incómodas corbatas y uno de ellos le pregunta al otro por qué todos los pueblos crean música, y un artista con look de Elvis y lentes de Elvis pero que jura no admirar a Elvis. La alegría cede unos minutos cuando alguien recuerda al amigo de todos que pasa momentos ingratos. "¿Músico o poeta?", me pregunta alguien suponiendo que si estoy ahí sentado, algo de eso debo ser. Le respondo que ni lo uno ni lo otro, sólo un cronista intruso. La puerta está cerrada pero los acordes la cruzan, van hacia la noche y cazan a tres jóvenes ingleses, que entran al local.

Libre, libre, libre tan libre nena, como la brisa del mar.

Aparece el bongó y suelta su magia, cuando un espontáneo lo percute. Percuten las palmas del hombre-delfín en la barra y percute incluso el cuerpo, la música no es sólo un espectáculo ni el mero fondo de algo principal, todo se convierte en música. Entiendo que aquí algunos dejan de ser lo que deben ser: dentista, abogado, profesor, pianista de café o radiólogo y, al igual que la vela cuya esencia se acumula en el centro de la Tierra -perdón, de la barra, como el mendocino que poetiza: en esta vida / tenés que hacer / lo que el corazón diga, cada quien decide ser lo que es o lo que quiere ser. En el bar, ese espacio ajeno al día y al trabajo; ellos se atreven a ser músicos. (Jaime Arashiro)